viernes, 5 de julio de 2013

"En el espacio no hay sonido" - Capítulo 1.






Ésta es una novela de grandes dimensiones en la que me encuentro trabajando ahora. Mi intención es la de acabar publicándola, por lo que cualquier ayuda o sugerencia para mejorarla estará siempre más que bienvenida.

  Para situaros un poco: se trata de una space opera (algo por el estilo a Star Wars o Star Trek en lo que a magnitud se refiere) que narra tres historias paralelas correspondientes a tres personajes distintos situados en lugares dispares de la galaxia. El primer capítulo que os dejo aquí está contado desde el punto de vista de uno de ellos (Oak),y comienza con un monólogo en primera persona del mismo.

  Por último; pedir disculpas por la gran extensión del fragmento. Si se me solicita, no tendré problemas en acortarlos.








Prólogo

 En el espacio no hay sonido.


¿No me crees? Es extraño, ¿verdad? Si nunca has viajado al  espacio (no sé si lo has hecho), es posible que ni siquiera te hayas planteado la pregunta. En realidad es algo muy simple, a mí me lo habrían enseñado en el colegio si no hubiera perdido tanto tiempo apedreando perros en los círculos periféricos de Pittsburg.
    Antes de nada, vamos a repasar a grandes rasgos el concepto. ¿Cómo es que oímos las cosas? Resulta que el sonido se propaga a través de ondas mecánicas producidas por una alteración. En el caso del sonido, estamos hablando de la vibración de un objeto, como un golpecito sobre esta mesa ¿Ves? Éste es su medio; las partículas que dan forma a la mesa interactúan entre sí al estar tan unidas. Pero ni siquiera hace falta tanta cohesión; sin ir más lejos, el mismo aire que rodea esta mesa se ha alterado con el golpe que acabo de dar con mis nudillos. Ésa es la vibración que han captado nuestros oídos.
    ¿Sabes? Cuando era pequeño (no habría llegado ni a los seis años) me pasaba las soporíferas tardes de verano pegado al televisor viendo una serie de animación en la omnired. Probablemente tú no la conozcas, la cancelaron  mucho antes de que nacieras. Se llamaba Comandante Oak Gunpowder, y a pesar de derrochar en diseños toscos y en argumentos de la complejidad de una patata, a mí me chiflaba. Y si te lo preguntas; sí, a mí me llaman Oak precisamente por ese personajillo de dibujos animados tan pintoresco. Pero bueno, eso es una historia que te contaré en otra ocasión; no es cuestión de ponerse a divagar más de lo que ya hago.
    El caso es que nuestro amigo tenía un archienemigo bastante interesante: un malvado emperador que estaba decidido a invadir el utópico mundo del bonachón de Oak. No recuerdo  nombre exacto del villano, pero estoy seguro que empezaba por “Emperador” y que tenía unas malas pulgas considerables. Por norma general, en cada episodio había una batalla espacial contra la flota maligna de este déspota; ya puedes imaginártelas: un crisol de destellos multicolor, explosiones, rayos láser, naves viajando a toda velocidad, etc. Todo eso acompañado por excelentes efectos de sonido, que me fijaban como un adhesivo impalpable en el maltrecho sillón de mis padres. Lo más gracioso es que en las películas de aventuras, las bélicas y demás, ocurre exactamente lo mismo: fogonazos, idas y venidas, toberas rugientes… Incluso gritos. ¡Gritos en el espacio! Con aquello no tuve más remedio que reírme.
    Con esto no quiero decir que estos directores de cine y demás autores de ficción se equivoquen con dicha decisión artística. No me malinterpretes, muchacho. Si hubiera tenido que tragarme esa letanía de casi cuatro horas de “Sálvanos, Dickey” sin sonido en sus escenas de batalla… Bueno, decir que me habría cortado las venas sería aventurarse demasiado.
    Ahora en serio. Allí arriba no hay sonido. Más allá de la atmósfera de Circe hay un gigantesco vacío. Espera, no. Eso sería demasiado rígido, puesto que en el espacio no existe una ausencia total de materia; hay planetas, estrellas, asteroides, polvo estelar… Sin embargo, nunca vas a encontrar la suficiente cohesión entre estos cuerpos para que las ondas sonoras se transmitan como lo hacen a través del aire o de las partículas que componen la mesa. Aunque se produjera una alteración como el estallido de los motores de una corbeta o, siendo un poco más bestias, el disparo de un cañón tsneru; el sonido no tendría conductor por el que viajar.
    Todo queda suspendido en un silencio velado, casi irreal;  aunque lo que estén viendo tus ojos sea el colapso de un mundo entero. Como si se trata de una supernova; da igual. Lo único que te acompaña en esos momentos es tu entrecortada respiración y el zumbido del soporte vital. Experimenté esa extraña sensación en Malevich, a bordo de una fragata, cuando tuvimos que ponernos los trajes de vacío y salir a cambiar uno de los refrigeradores auxiliares (se había ido al traste por culpa de un mal roce con uno de los nuestros). Todo en mitad del fragor del combate. Una auténtica temeridad, ahora que lo pienso.
    Recuerdo estar encaramado a uno de los asideros del fuselaje como una ardilla a una rama en una noche de tormenta. Las piernas me temblaban y el sudor hacía balsa dentro de mi casco. Pueden decirte lo que quieran, pero en el entrenamiento en vacío de la Armada no te preparan para ese tipo de momentos, cuando un silencioso infierno relampaguea a tu alrededor y ves como, por la proximidad a las toberas de impulsión, se empieza a chamuscar el cromado de tus botas. Un objeto flotante que no llegué a identificar me golpeó en el hombro y durante unos instantes quedé agarrado al asidero con una sola mano y con mi cuerpo mirando hacia afuera. Uno de mis compañeros gritó algo a través del comunicador, pero no llegué a escucharlo.
   Fue entonces cuando contemplé por primera vez aquello que yo llamo “la ópera espacial” en su máximo esplendor. Un espectáculo de una belleza terrible: los cazas iban y venían, persiguiéndose y vomitando ráfagas que, a aquella distancia, parecían simples fuegos de artificio. Había un crucero del Cisma más próximo a nosotros; una bomba de iones había reventado en su sección central, y la explosión resultante tenía la forma de un enorme y majestuoso crisantemo naranja. Más allá, como un lienzo grisáceo, reinaba la superficie de Malevich, el planeta que habíamos ido a defender. Observé aquello con una insensata admiración, casi infantil; como si aquel cuadro caótico me estuviera dedicado. Todo seguía sumido en el mutismo del vacío, pero éste ya no me parecía tan terrorífico. 
   No recuerdo cuánto tiempo me quedé allí aferrado, ondeando como una bandera deshilachada. Lo que sí puedo asegurarte es que el miedo que me había atenazado hasta aquel instante desapareció, dando lugar a uno de los pocos momentos de verdadera paz que he tenido en mi vida. Juraría que incluso sonreí.




DALE

    Oak se percató de que llevaba varios minutos hablando para sí mismo, como si se hubiera olvidado del joven de cabello oscuro que daba pequeños sorbos a su taza de café enfrente de él, esbozando una sonrisita. La cafetería parecía haberse sumido en el silencio de su propia narración; tampoco se había dado cuenta de que la pareja que estaba desayunando junto a la ventana hacía ya un rato  que se había marchado. Incluso el anciano de mirada vidriosa que describía interminables círculos sobre la barra con un paño húmedo había  modificado sus movimientos para hacerlos más livianos y cautelosos.     
    Magrog soltó una risotada y dejó la taza sobre la mesa con un golpe sonoro.  Oak le correspondió con una sonrisa y dio un sorbo a su café. Estaba frío.
    —Te dije que iba a ponerme a divagar. Gracias por avisarme.
    —Ha estado bien, Oak— dijo Magrog sin borrar la sonrisa de sus labios—. Me ha gustado la parte en la que el profesor de física de instituto se transmutaba en un veterano de guerra melancólico.
    Oak dejó su taza junto a la de Magrog. No soportaba el café frío.
    —Me temo que tengo poco tanto de una cosa como de la otra. De física no sé mucho, y rara vez vas a verme recordar la guerra con auténtica melancolía— dijo, desviando distraídamente la mirada hacia la ventana.
   El joven Magrog se enderezó en la silla y aproximó su rostro al de Oak, como si fuera a revelarle algún chisme sin demasiada importancia.
    —Lo cierto es que parecías bastante melancólico cuando te has puesto a hablar de esa “ópera espacial”—. Magrog describió un arco con sus manos en un ademán teatral—.  Es la primera vez que escucho a alguien describir una explosión de iones como un “gigantesco crisantemo rosa”.
    —Naranja—corrigió Oak, señalándole con el dedo.
    Magrog hizo rápido un gesto con la mano, como si quisiera restarle importancia.
    — ¿Nunca has pensado en ponerte a escribir un libro? A mí me has parecido muy ilustrativo con tu relato. No sé, algo sobre tus memorias, quizás.
    —No— dijo Oak. Su sonrisa había empezado a destensarse—. Reconozco que me gusta contar historias, pero se me da fatal. Empezaría a andarme por las ramas y el relato acabaría perdiendo sentido tarde o temprano.  Además, mi vida no es tan interesante. No llenaría ni cien páginas.
    El chico sacudió la cabeza.
    —Deja a un lado esa falsa modestia. El testimonio de alguien que estuvo en una de las mayores batallas de nuestro tiempo es algo que merece estar sobre el papel. Es mi opinión.
    —Ya hay cientos de relatos sobre ello circulando por la omnired. No merece la pena.
    Magrog soltó un suspiro y empezó a juguetear con el bett que pretendía utilizar para pagar los cafés. Oak negó con la cabeza y se dispuso a extraer la cartera de sus pantalones. Magrog le agarró ágilmente la muñeca. No fue un gesto brusco,  pero la rapidez con la que lo efectuó hizo que Oak diera un respingo en su asiento.
    —Ah, ah—. El joven esbozó una sonrisa pícara—. Se acabaron los paternalismos por su parte, señor Virta. Mi primer día, mis primeras responsabilidades.
    Oak se encogió de hombros y suspiró entre dientes con cierta decepción dramatizada. Magrog liberó su muñeca y volvió a recostarse sobre su silla. Las primeras luces del amanecer hicieron resplandecer sus ojos oscuros.
    —Pasar a formar parte de la tripulación del Fulgor Esmeralda conlleva algo más que pagar un par cafés— aclaró Oak. Su voz sonaba con una seriedad mecánica, como si leyera una línea de algún reglamento. No pudo evitar que las comisuras de sus labios revelaran una sonrisa—. Recuérdalo cuando estés paseando la fregona por la cubierta de ingeniería dentro de tres horas.
    — ¡Oh, vamos!— exclamó Magrog.
    Oak se cruzó de brazos. Ese ademán parecía obligar a la resignación.
    —Eso es lo que hay— dijo—. El Fulgor es una nave vieja y hace años que no contamos con un encargado de mantenimiento en condiciones—. Oak se detuvo y quedó abstraído por un instante, como si hubiera visto un mosquito posarse sobre su nariz—.Vale, corrige eso: hace años que no contamos con ningún encargado de mantenimiento.  Además, ni te imaginas la cantidad de residuos que se acumula junto al reactor. Se  te puede ir una tarde entera en limpiar toda la mugre, y eso sin contar el tiempo que se pierde con las endiabladas rejillas.
    Magrog mantuvo su sempiterna sonrisa mientras Oak le hablaba. Aún así, podía apreciarse un minúsculo brillo de crispación en su mirada. A Oak le encantaba jugar con los sentimientos de los jóvenes neófitos que aguardaban nerviosos sus primeras misiones de escolta a bordo del Fulgor. Aquélla sólo era una de sus numerosas facetas retorcidas. No obstante, estaba seguro de que sabían que el viejo Dale Virta (más conocido como “Oak”) lo hacía de buena fe. Si no, siempre podían odiarle en secreto.
    Para él, Magrog no era como los demás, aunque no por ello le dolía más hacerle sufrir deliberadamente.  Le conocía desde hacía un año, cuando aceptó dar unas cuantas clases esporádicas de tiro en la Academia de Formación de la empresa a cambio de unos cuantos betts más en su nómina. Cuando Oak fue el primer día de instrucción, muchos alumnos no pudieron reprimir cierto entusiasmo. La mayoría de aquellos chavales había crecido escuchando noticias sobre él en la omnired, y no era de extrañar que muchos hubieran estado un tiempo en la academia militar de Circe (antes de arrepentirse), donde el de Dale era un nombre bastante sonado.
    La primera impresión que tuvo de los futuros agentes de seguridad fue la de una panda de pelotas ligeramente cargante. Un peloteo involuntario, sí; pero para él  no era  más soportable que el peloteo a secas. Oak nunca se había considerado a persona especialmente graciosa; pero aquél día, a cada pequeña coletilla ingeniosa que salía por su boca le sucedía una contundente oda de risas y adulaciones. Algunos alumnos, en cambio, tenían el firme propósito de preguntarle todas y cada una de las dudas ridículas que desfilabann por sus inquietas y jóvenes cabezas.
    El primer día lo pasaron bajo el techo de la academia, repasando algunos fundamentos teóricos en una vieja pantalla didáctica, por lo que Oak no tuvo la oportunidad de conocer personalmente a ninguno de los muchachos. La segunda clase la impartió dos semanas después, y los alumnos no mostraron menos excitación que la primera vez. Aquel día tocaba entrenamiento con marcadores láser en el circuito de tiro, donde Oak pudo evaluar más de cerca a los jóvenes. De todos los chicos con los que estuvo, Magrog fue el que hizo un mayor alarde de naturalidad en su trato, o al menos el que mejor supo fingirla. Se limitó a acertar en las dianas que iban apareciendo en el circuito, para luego escuchar con prudencia el veredicto de su tutor ocasional. El chico tenía aptitudes, y asimiló formalmente las críticas; pero aquello no era motivo suficiente para que Dale Virta lo considerase “especial” frente a sus compañeros de academia. Cuando se enteró de que  aquél muchacho de cabello oscuro deseaba fervientemente unirse a la tripulación del Fulgor Esmeralda, Oak supo que ése sí era motivo suficiente.
    —Ya está aquí—. La voz de Magrog interrumpió su abstracción. El muchacho había colocado la silla sobre sus patas traseras para ver mejor a través de la ventana—. La nave ya está aquí.
    Estaba nervioso, no hacía falta ni reparar en sus manos temblorosas. Su voz no se había atenuado, pero empezó a sonar con el deje vibrante propio de un adolescente. Ambos se levantaron para acercarse  a la ventana, que ofrecía una generosa vista de la pista de aterrizaje.
    En efecto, el Fulgor Esmeralda estaba allí; Oak pudo verlo a pesar de la bruma de suciedad incrustada en la ventana. Magrog casi pegó la nariz al cristal amarillento.
   —Es más grande de lo que imaginaba.
      La nave estaba a medio kilómetro de distancia y la luz del sol matinal apenas permitía apreciar más que una silueta. Oak no  dijo nada, hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta y dejó que el chico saboreara el momento en el que observaba por primera vez la nave que tantas fantasías infantiles había protagonizado, aunque fuera a través de un cristal que pedía a gritos una importante mano de limpieza. Sonrió para sí al ver a Magrog tan entusiasmado; en cierto modo, habían recorrido aquél camino juntos. El triunfo también era suyo.
    Oak le dio unas palmaditas en el hombro. 
    —Menuda belleza, ¿eh?
    —Ha entrado un camión en la pista—dijo Magrog ignorando sus palabras—. Creía que llenaban los depósitos en la órbita.
    Oak localizó sin demasiado esfuerzo  al vehículo de color gris que atravesaba el asfalto levantando una estela de polvo. En efecto, iba hacia el Fulgor, que apenas llevaba un minuto tocando tierra firme con sus enormes patines neumáticos. Sacudió levemente la cabeza y se apartó del cristal.
    —Ése no es un camión de repostaje— dijo—. ¿Ves la insignia de la parte derecha? ¿El pentágono inscrito sobre el círculo?
    — ¿Sanidad?—. Magrog enarcó sus pobladas cejas sin apartar la mirada de la ventana—. ¿Qué hacen…?
    El chico lanzó una mirada extrañada a Oak, que lo observaba con expectación. Al cabo de unos instantes, Magrog abrió mucho los ojos y formó una “o” con sus labios.
   —Vale, ya lo pillo— dijo, asintiendo—. Me había olvidado por completo.
   Oak le restó importancia con un ademán. Mientras tanto, el camión se había detenido a unos veinte metros de las toberas de la Nave con una nube de polvo a su alrededor. De repente, se abrieron multitud de puertas y una tropa de hombrecillos enfundados en trajes blancos entró en escena. Dos de ellos portaban unos artilugios asidos a sus espaldas muy parecidos a fumigadoras. Por supuesto, no lo eran.
    Sensores N; Oak los había visto en más de una ocasión.
   —Les llevará un rato darle un repaso a la nave— señaló Oak.
   —No importa—.Magrog ya caminaba hacia la barra—. Quiero verla de cerca. Al menos todo lo cerca que se nos permita.


    Oak dejó que Magrog pagara los dos cafés tal y como habían acordado.  Tras conceder un gentil “buenos días” al aburrido dueño de la cafetería, bajaron en ascensor. Cinco minutos después,  abandonaron el vasto y grisáceo edificio de la terminal y comenzaron a recorrer el largo tramo de pista que los separaba del Fulgor Esmeralda.
    Empezaron dando relajados pasos, como un par de ancianos que pasea por un parque a una hora temprana. Los primeros despuntes del alba habían dado paso a un sol cegador, por lo que la mayor parte del camino tuvieron que hacerse visera con una mano. El aire, frío como un témpano de hielo, arrastraba el dulce aroma a caucho y aceite de motor. Oak aspiró hondo por la nariz y dejó que aquella brisa gélida le hiciera un poco de daño en el pecho. Fue una sensación le reconfortó; sería una de las últimas bocanadas de aire medianamente puro que respiraría en los tres meses que le esperaban allá arriba.
    Los primeros veinte pasos sobre la pista los dieron en silencio, pero no fue un silencio incómodo. Oak caminaba con los ojos cerrados y disfrutaba de una dosis de oxígeno matutino, mientras que Magrog apreciaba embobado como el Fulgor se iba haciendo más y más grande en su campo de visión. Podrían haber seguido así hasta que un agente de sanidad les hubiera cortado el paso, pero Magrog decidió iniciar una nueva conversación. Oak abrió los ojos.
   —Antes has dicho que yo nunca había estado en el espacio.
   —He dicho que no lo sabía— volvió a corregirle Oak. Carraspeó un poco al acabar.
   Sus pasos se hicieron todavía más lentos, como si buscaran retrasar su llegada al perímetro sanitario.
   —Pues resulta que sí he estado— continuó Magrog mientras una ráfaga de viento le alborotaba el flequillo—. Cuando tenía dieciséis años, fui con mi madre a visitar a mis abuelos en Wellman. Creo recordar que fueron cuatro horas de viaje en una lanzadera de pasajeros de Cole SpaceWays.
   Oak le dedicó una mirada condescendiente.
   —Me has malinterpretado, Mag.  Con “estar en el espacio” no me refería a “viajar en el espacio”. Vale sí, es algo parecido; pero  en una nave esas sensaciones  de las que te he hablado se pierden. Tenemos gravedad artificial, una extensa variedad de sonidos y un soporte vital que nos suministra oxígeno y nos hace sentir casi como en casa—. Negó con la cabeza—. No. Yo me refería a embutirte en un traje de vacío y salir a observar “la ópera espacial” en sí misma. Es algo totalmente diferente.
    Uno de los hombrecillos de traje blanco que patrullaban las inmediaciones de la nave comenzó a observarlos con la cabeza ladeada. El brillo en los visores de su máscara de gas le otorgaba un aspecto fantasmagórico. Ya no estarían ni a cien metros del perímetro.
    —Supongo que en este trimestre tendré tiempo para todo–. Magrog empezó a hurgar en su bandolera de forma distraída, sin apartar la vista de su objetivo—. Espero no haberlo olvidado…
    Oak caminaba un poco adelantado y tardó en percatarse de que el muchacho se había parado varios metros a sus espaldas. Fuera lo que fuese que estuviese buscando, no estaba en la bandolera. Liberó la mochila de sus brazos y reanudó su desesperada búsqueda en ella. El cada vez más cercano rugido de las toberas obligó a Oak a  elevar la voz.
   — ¿Qué estás haciendo?
   —Ah—. Mag suspiró aliviado. De la mochila sacó un objeto pequeño, plano y oscuro que puso frente a su rostro —.No te muevas; ésta va para los chicos de la academia.
   Se trataba de un terminal de omnired (los más jóvenes los llamaban simplemente terms), un chisme capaz de conectar a un chico como Magrog con un billón de almas diseminadas por todo el espacio del Consejo. En aquel momento estaba utilizándolo para sacar una instantánea de una célebre nave venida a menos junto a un célebre veterano venido a menos. Oak negó con un ademán de su dedo índice y se apartó ágilmente de la trayectoria del aparato.
   — ¿Por qué no?— repuso Magrog dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo.
    Oak se mantuvo quieto y sin decir nada. Seguía con las manos embutidas en los bolsillos de su chaqueta y sus ojos no miraban ningún punto concreto.  Mag desistió rápidamente y extendió la mano que sostenía el term hacia Oak.
    —Está bien, sé todo lo testarudo que quieras— dijo—. ¿Puedes echarme una a mí?
    —No veo inconveniente. —Oak tomó el terminal por una de sus esquinas y lo examinó con el ceño fruncido—. Vas a tener que explicarme cómo va esto; el mío no tiene tantos botones.
   Magrog, que ya había empezado a buscar un buen sitio para posar, tuvo que volver sobre sus pasos, resoplando. Arrebató ágilmente el aparato de las manos de Oak y acarició un par de veces su superficie táctil. Cuando se lo devolvió, había una sonrisa petulante dibujada en sus labios.
    —Sólo tienes que apuntar y darle a este botón rojo— señaló—. ¿Serás capaz de hacerlo?
   Oak le dio una pequeña colleja a Magrog  después de coger el aparato.  El joven soltó un quejido sarcástico y regresó al lugar donde había posado en un principio. Se cruzó de brazos y ladeó un poco el cuerpo hacia la derecha. Su rostro exhibía una seriedad teatralizada.
    — ¿Todos los capullos de tu edad tienen que posar de la misma manera?— se mofó Oak mientras posicionaba el term frente a él.
   Pulsó el botón rojo con un dedo tembloroso y el aparato profirió el sonido de un obturador al cerrarse. De este modo, Magrog quedó retratado para la posteridad junto a una de las naves más emblemáticas de la Guerra de la Capitulación. Oak temió que aquella no sería la última. Bajó el term y contempló por unos instantes aquella estampa con sus propios ojos. Mag permaneció quieto en el mismo lugar, pero ya no posaba.
      — ¿Qué pasa? ¿Otro ataque de nostalgia? ¿Añoras las trepidantes batallas a bordo de esta monada?
      —No— repuso Oak, sacudiendo la cabeza—. Si fueras tan ducho en la historia de tu nación como dices ser, sabrías que yo nunca serví en esta nave durante la Guerra.
    Caminó hasta Mag y le lanzó el term con un ágil ademán. El chico, desprevenido, lo atrapó en el aire con ambas manos y maldijo a Oak entre dientes. ¿Cuánto podía costar un chisme de esos? ¿Novecientos? ¿Mil betts? El aludido siguió caminando despreocupadamente, con las manos en los bolsillos.
    —Tienes razón. — Mag trotó hasta ponerse al lado de Oak—. Pero estuvieron a punto de asignarte a ella, ¿me equivoco?
    Oak asintió sin apartar la vista de la nave y del bullicio a su alrededor. El hombre del traje blanco seguía mirándolos. Era cuestión de tiempo que empezara a caminar hacia ellos mostrando la palma de la mano para cortarles el paso.
    —Ahí te he visto más fino, Mag: estuvieron a punto de sacarme de la Legión Escarlata para ayudar en la defensa de Circe a bordo del Fulgor. — Miró al joven a los ojos—. Muy poca gente sabe eso. Al gobierno nunca le gustó darle bombo.
    —Bueno, ya sabes que no existen secretos entre esta nave y yo— dijo con cierta altanería—. Puede que ésta sea la primera vez que la veo, pero he estudiado su historia al milímetro.
     Un pequeño transporte sobrevoló sus cabezas, impidiendo a Oak hablar durante unos instantes. Cuando el vehículo se alejó dando bandazos en el aire, miró a su acompañante con un desdeño sarcástico.
    —Lo de colocarme a bordo del Fulgor durante la guerra ha sido un flaco favor a tu faceta de estudioso. Lo siento mucho; ya no podré mirarte con los mismos ojos.
     —¡Oh, por Dios! ¿Disfrutas torturándome?— Al fin se había dado cuenta—. ¿Qué hay de ti? A ningún presidente le gusta que uno de sus mejores soldados le dé esquinazo en un momento tan crucial.
    —No le di esquinazo— replicó Oak, negando enérgicamente con la cabeza—; la Legión tenía una misión importante, muy importante; y yo formaba parte de ella. Mi presencia en el asedio de este planeta no habría cambiado nada, créeme.
    Mag asintió con un gesto comprensivo. Abrió la boca para añadir algo a la conversación, pero un balbuceo difícilmente audible hizo desviar su mirada hacia delante. Era el hombre del traje blanco, que por fin había decidido poner punto y final a aquel plácido paseo matutino. Tal y como había predicho  Oak, el agente de sanidad se acercó a ellos con la mano extendida y con pasos metódicamente decididos. Sólo pararon cuando lo tuvieron a una distancia de tres metros.
   —Disculpe las molestias, Mayor Virta — dijo. Su voz sonaba amortiguada, como si hablara desde el interior de una pecera—; debemos conservar el perímetro mientras escaneamos la nave. Tendrán que esperar aquí a que terminemos.
   El agente seguía con la mano levantada, como si se le hubiera quedado encajada en esa postura. Oak distinguió unos ojos claros y vidriosos al otro lado de los visores de la máscara.
    —No se preocupe— contestó con naturalidad—, conozco el procedimiento. Nos quedaremos aquí, quietecitos.
     No había podido reprimir una sonrisa al escuchar la palabra “mayor” junto a su apellido.
     El hombrecillo realizó un gesto de aprobación con el dedo pulgar y dio media vuelta para regresar a sus enérgicos quehaceres. Oak no se había dado cuenta hasta aquel instante de que la rampa de la bodega había sido bajada, y que los chicos de sanidad habían empezado a desplegar una oruga de plástico desde el interior. Supuso que pronto empezaría a desfilar la tripulación de la nave por ella.
La voz de Mag sonó a su lado con aire preocupado.
     —Sé que las inspecciones sanitarias son necesarias; pero, ¿todo este montaje es necesario?
     Oak no supo qué contestar a esa pregunta. Lo cierto es que aquel equipo de sanidad actuaba de forma inusualmente frenética  y casi, incluso, teatral. La rapidez con la que habían salido a la pista, el número de sensores N (dos, cuando siempre había bastado con uno para dejar la nave limpia), e incluso la cantidad de efectivos en el equipo… Todo tenía un pequeño toque inquietante.
     Se encogió de hombros, y optó por no poner a Mag más nervioso de lo que ya estaba.
     —Supongo que tendrá que ver con el aumento de brotes en este estado durante el último mes. No te preocupes.
     Uno de los agentes, el que les había cortado el paso, corrió apresuradamente hasta la parte trasera del camión. Allí, abrió una pequeña portezuela y empezó a trajinar en el interior. Mag estiró el cuello hacia un lado para ver lo que hacía. Oak estuvo a punto de apelar a su discreción, pero no hizo falta; el hombrecillo ya había encontrado lo que buscaba, y ahora corría hacia el extremo exterior del túnel transparente.
    — ¿Qué es eso que lleva?— inquirió Mag, señalando a aquél individuo con la barbilla—. Parece una especie de contador geiger.
    —Creo que es un sensor N en miniatura.
    Tres sensores N en una misma inspección. Aquello hizo que Oak lanzara un gruñido receloso. Mag le dedicó una mirada extrañada, pero ninguno de los dos dijo nada más al respecto. Después de todo, por el momento sólo podían hacer conjeturas y, con el tiempo, esa actividad acabaría por volverse tediosa.
        La nave estaba dispuesta horizontalmente frente a ellos, con sus generosos noventa metros de eslora atravesando su campo de visión. Oak señaló a la izquierda, hacia la proa.
    — ¿Qué tal si vamos a echar un vistazo al puente? A lo mejor podemos saludar a alguien que esté asomado allí.
    Había formulado aquellas palabras como una pregunta. Sin embargo, no había terminado de hablar cuando pasó un brazo sobre los anchos hombros de Mag y encararon juntos la parte delantera de la nave. El chico no opuso resistencia; simplemente se dejó llevar con aire distraído y con el rostro vuelto hacia el accidentado y sombrío fuselaje del Fulgor Esmeralda.
    Oak reflexionó. Para él, después de quince años,  el Fulgor se había convertido en algo tan familiar como el rostro de una madre. Sabía reconocerlo, describirlo; pero el impacto de la primera vez había desaparecido. Cada vez que la miraba, sus ojos obviaban los pequeños y grandes detalles que la hacían maravillosa; los mismos que le habían fascinado en su juventud.
     ¿Por dónde podía empezar?
     Su formidable timón de dirección, por ejemplo, que sobresalía del fuselaje como la aleta dorsal de un enorme escualo de acero, elevando la altura de la nave hasta los treinta y cinco metros; o la deslizante curva que describía su perfil, acabado en un morro puntiagudo y gacho, bajo el cual descansaba la increíble esfera del puente; sin duda,  una de las proezas de ingeniería más atrevidas que había visto.
    La impronta de la mano de obra pruss era indiscutible y, en cierto modo, era una de los tantos detalles que hacían de aquella vieja corbeta un objeto tan especial.
    Detalles. Eran demasiados y difíciles de enumerar; Oak lo sabía. Pero, si se le hubiera dado la oportunidad de elegir uno de ellos, se habría decantado por su color, sin dudarlo ni un instante.
    Con la luz  de aquel amanecer golpeando el lado opuesto de la nave, una persona como Magrog podría haber jurado que era completamente gris; no obstante, estaría equivocada. Dos horas después, a las once de la mañana, la tonalidad cenicienta daría paso a un perfecto verde-mar, sobre todo si el tiempo seguía manteniendo los cielos despejados. Si, en cambio, las nubes hacían acto de presencia, el Fulgor se convertiría en una criatura de un color oliva plomizo, el cual le otorgaba el aspecto solemne de una máquina anciana.
    La paleta de colores verdosos era inmensa, y alguien con la suficiente imaginación habría encontrado similitudes entre éstos y las distintas facetas de la nave. Sin embargo, para Oak, su mejor encarnación era la del verde esmeralda; el color que le daba nombre. Sólo lo había visto en contadas ocasiones, como un pez de las profundidades que no se deja ver con facilidad.  El Fulgor sólo se vestía con ese color cuando recibía la luz de una estrella azul.
    Oak miró al joven que lo acompañaba, y por unos instantes sintió cierta envidia sana hacia él. Al menos eso es lo que él habría dicho. Deseó estar en su lugar, y apreciar la belleza indómita de aquella criatura por primera vez.
    Pero aquel momento ya había pasado. Es más: ni siquiera lo recordaba.

    Antes de que se diera cuenta, sus lentos pasos los habían llevado junto la estructura de cristal del puente. Desde aquella perspectiva, la enorme esfera nervada concedía a la nave un extraño aspecto ciclópeo. Aunque el perímetro sanitario les impedía acercarse más y el sol centelleaba con fuerza en el cristal, el interior era visible, y Oak pudo distinguir las tres plataformas superpuestas que lo conformaba el puente: timón, tribuna del capitán y observación. Incluso los pares de escaleras curvas que unían un nivel a otro eran apreciables a aquella distancia.
    Mag suspiró con satisfacción.
    —Algo me dice que ésta va a ser mi parte favorita de la nave— dijo.
    —Algo me dice que vas a pasar poco tiempo en ella— repuso Oak casi al instante—. Te recuerdo que tienes una cita con la fregona.
    El chico soltó una carcajada nerviosa, sin añadir nada más. Sabía que luchar contra la faceta retorcida de Oak era como dar puñetazos al viento: sólo acabaría con agujetas.
    De repente, una silueta empezó a hacerles señales desde el interior de la esfera; concretamente, en el nivel intermedio: la tribuna del capitán. Oak se hizo visera con una mano e intentó averiguar de quién se trataba. En un principio, la luz solar que atravesaba el interior de la esfera le impedía ver más que una sombra; sin embargo, los pequeños saltitos que daba, la inconfundible forma de una coleta que bailaba de un lado a otro y el modo en que enarbolaba los finos brazos ya le hacían formarse una idea de quién podía ser.
    Cuando se acercó más al cristal, aquél enigmático personaje rebeló su identidad.
    Oak rio de alegría y le correspondió con otro enérgico saludo. Magrog se estremeció un poco al oírle reír.
    — ¿Quién es?— preguntó Mag.
    — Se llama Yana— contestó Oak, sin dejar de sacudir la mano—. Me alegro de verla a bordo; el último trimestre no estuvo con nosotros.
    Yana realizó una serie gestos teatralizados y articuló algunas palabras separando mucho los labios. Señalaba repetidamente hacia la derecha. ¿”Salida”? ¿”Lo sabía”? Ninguno de los dos dio con la tecla de lo que la muchacha de cabello rubio intentaba decirles. Al final, Yana desistió en su espectáculo mímico y dejó caer los brazos pesadamente. Parecía que había más movimiento de personas detrás de ella, en el puente. Debían estar preparándose para desembarcar, lo cual resultaba tranquilizador. La chica les dedicó un gesto de despedida y articuló una frase que sí entendieron: “Ahora nos vemos”.
    Oak se cruzó de brazos y se volvió hacia Mag, que acababa de dejar su bolsa de viaje en el suelo, junto a sus pies. Suspiró aliviado, como si se hubiera liberado de una pesada carga.
    —Y, ¿bien? ¿Qué te parece?
    El joven extendió los brazos y luego los dejó caer, como alguien que no ha encontrado las palabras apropiadas para expresarse.
    —Maravillosa, Oak. Sé que sonaré trillado; pero contemplarla con tus propios ojos  es muy diferente a las imágenes que uno puede ver en la omnired. Y pensar que voy a estar dentro de aquí a unas horas — En su mirada podía apreciarse el brillo de lágrimas contenidas; su voz volvía a temblar—. Todo te lo debo a ti. Gracias.
    En ese momento, Oak pensó que Mag estaba dispuesto a darle un abrazo. Recibió, en cambio, un simple estrechón de manos, aunque uno muy fuerte. Lo que vio dibujado en el rostro del muchacho fue el vivo retrato de una franca felicidad, y aquello le hizo sentirse mejor de lo que se había sentido en años.
    Se sentía satisfecho. Había hecho feliz a otra persona.

    La espera se hizo más larga de lo que habían imaginado, y los miembros de la tripulación no empezaron a respirar el  aire de Circe hasta hora y media después. Oak y Mag esperaron sentados sobre el asfalto mientras sus sombras se iban haciendo cada vez más chatas. Mantuvieron una discusión insustancial sobre la eficacia de los impulsores auxiliares  en corbetas pequeñas y recordaron alguna que otra anécdota de los días de Mag en la academia. Aquello les sirvió para proferir grandes carcajadas y amenizar ligeramente la espera.
     Oak reía, pero su atención estaba dividida. Un emisferio estaba acaparada por Magrog y su conversación; el resto, por el trabajo del equipo de sanidad. Aquello no era una simple inspección rutinaria. Oak intentaba acallar la vocecita en su interior que le advertía de que algo no iba ni iría bien, pero no pudo. Llegó a temer que pusieran a la nave en cuarentena. Sólo cuando vio que una figura desdibujada se habría paso a través de la oruga de plástico, Oak respiró más aliviado.
    —Mira—señaló Mag—: ya salen.
    Se levantaron con las piernas adormecidas y contemplaron con expectación la entrada de la bodega. El primero en salir fue uno de los agentes de sanidad; Oak no lo había distinguido desde el exterior. En una mano sujetaba el sensor N en miniatura que habían visto antes y con la otra hacía señas a sus compañeros, que se dispusieron en una media luna frente a la entrada. El hombrecillo esperó a que el tripulante se abriese paso hasta el exterior para empezar a escanearlo.
    La luz de las once de la mañana deslumbró a un hombre menudo y de mediana edad con aspecto de haber sobrevivido a una tormenta tropical.
    Era Chris; Chris Ting, uno de los cinco técnicos de ingeniería de los que disponía el Fulgor Esmeralda. Llevaba el mono de  trabajo puesto; era de color caqui, al menos en aquellas zonas que no estaban cubiertas por una mugre negruzca. Para rematar su aspecto desaliñado, lucía una maltrecha gorra de los Green Panters sobre su cabello humedecido.
   Chris dio sus primeros pasos por la pista con aire distraído y secándose el sudor del rostro con la manga del mono. Cuando reparó en Oak, levantó un pulgar de su mano enguantada hacia él. En su rostro redondeado se distinguía el destello blanco de una risita. A Oak aquello no le sirvió: aún seguía preocupado por toda aquella parafernalia.
    El tipo del sensor N detuvo a Chris con un ademán para, acto seguido, empezar a hacer un chequeo exhaustivo de su cuerpo. Chris extendió los brazos como un chiquillo castigado y aguantó mientras el tubo metálico del sensor se paseaba a unos escrupulosos diez centímetros de la ropa. El agente hizo el chequeo una delicadeza metódica,  casi quirúrgica, como si aquel ingeniero de corta estatura fuera a explotar si se hacía un movimiento más brusco de la cuenta.  El aparato emitía un zumbido particular, similar al de los Sensores-N de mayor tamaño, aunque más agudo y vibrante; como si una mosca revoloteara atrapada en el interior de una estrecha tubería.
    Chris contuvo la respiración cuando el sensor pasó cerca de sus partes bajas, y Oak ahogó una carcajada contra su puño. Él nunca se había visto sometido a un chequeo tan personalizado como aquél, por lo que no sabía qué se sentía con todas esas pequeñas descargas N tan pululando tan cerca de su cuerpo. Desde luego, los gestitos mímicos de Chris no eran del todo tranquilizadores.
    Al terminar, el agente le dio un par de palmaditas en el hombro y le dejó marchar. Mientras tanto, por la oruga de plástico ya caminaba el siguiente tripulante. Oak dedujo que, si seguían a aquél ritmo, el último en salir lo haría justo a tiempo para el almuerzo.
    Chris se alejó de la sombra de la nave con una sonrisa lozana dibujada su rostro curtido. Su cinturón de herramientas profería un tintineo metálico a cada paso que daba.
    —¡Dale Virta!— exclamó con los brazos extendidos— ¡Creía que no vería más ese pelo rubio por aquí, cabronazo!
    Se abrazaron,  y Oak sintió cómo sus fosas nasales se llenaban con el olor a combustible y  sudor amargo. Era como abrazar a un neumático viejo.
  —Sólo quince días de permiso, Chris; tampoco ha sido tanto—dijo Oak. Su voz sonó amortiguada contra el hombro de su compañero—. ¿Es que me has echado de menos?
   Chris se apartó de Oak y se quitó la gorra. La sacudió contra su pierna, diseminando pequeñas gotitas de sudor junto a sus pies.
   —Sólo durante nuestras partidas de los martes por la noche—repuso en tono burlón—; una quincena es demasiado tiempo sin desplumarte.
Chris examinó su gorra de los Green Panters después de agitarla varias veces; dejó de gotear, pero el tejido  seguía oscurecido por el sudor. Su corta melena negra estaba tan empapada que parecía una mancha alquitranosa adherida a su cabeza.
  —He estado más de media hora esperando dentro de esa cosa de plástico— señaló a la rampa de la bodega con la mano que sostenía la gorra—. Eso me pasa por hacerme el listillo y querer salir el primero. Y ahora tendré que esperar Dios sabe cuánto más para que me den mi equipaje —.Chris suspiró con resignación y se secó la frente con la manga de su mono. Con un rápido ademán, restó importancia a lo que acababa de decir. De repente, su mirada se trasladó al hombro de Oak—. ¿Éste es tu chico, Dale?
    El aludido asintió. Casi se había olvidado de que Mag seguía a su lado, callado y tieso como un palo; aquella seriedad inusitada le arrancó  una  leve sonrisa. El chico extendió su pálida mano hacia Chris; éste se la estrechó, sonriente. La pringue del guante le ensució los dedos, aunque Chris parecía no darse cuenta. Quizá tampoco le importara demasiado.
    Oak se alegró de que fuera él quien desembarcara primero; Mag estaba inquieto. No sólo eso: apestaba a nervios; Oak podía sentirlo con más fuerza que el intenso olor a sudor que desprendía Chris. Aquél momento, el primer contacto con alguien de la tripulación, iba a ser crucial, y sabía que de entre las 34 almas que habitaban el Fulgor Esmeralda, Chris era de los más cercanos a la actitud jovial y desenfadada de Magrog. Esperaba que  una buena primera impresión le reconfortara; iba a pasar, como mínimo, los siguientes tres meses de su vida con él y todos los demás encerrados en un viejo cajón de metal.
     —Yo soy Chris, de ingeniería. Por lo general estoy más limpio y huelo mejor, así que procura borrar esta visión de mí con el paso del tiempo—. Entrecerró sus minúsculos ojos y señaló a Mag con el dedo—. Oak nos ha hablado mucho de ti: el famoso chico de la academia. Tu nombre era… ¿Carl? ¿Hag…?
     —Mag— se apresuró a indicar el chico—Magrog Vanscoy, encantado.
     —¡Vanscoy!—Chris empezó masajearse la barbilla con aire pensativo—. Vanscoy, Vanscoy… No tendrás familia en Santa Alberta, ¿verdad?
     Una de las excentricidades de aquél individuo embadurnado con aceite de motor era pensar que todo ser sostenido sobre dos patas tenía, al menos, un familiar residiendo en su ciudad natal: la recóndita Santa Alberta, comúnmente llamada “el culo de Circe”. Oak aún esperaba que Chris obtuviese la primera respuesta afirmativa a aquella pregunta tan recurrente. Con Magrog no hubo excepción; el chico juntó los labios y negó sacudiendo sus oscuros rizos.
    —Bueno—dijo, fingiendo decepción—, me había sonado el apellido, nada más.
    Se giró de nuevo hacia Oak con un guiño de complicidad centelleando en sus ojos. De repente, su expresión se tornó ligeramente sombría.
    — ¿No sabrás nada de estos tipos, verdad?— preguntó, señalando con el pulgar sobre su hombro—. Es la inspección más exhaustiva que he visto nunca, tío. Como si el mismísimo presidente fuera a cenar en la nave, ¿sabes?
    Oak miró al suelo y se encogió de hombros.
   —Iba a hacerte la misma pregunta, Chris.
   —Entonces me temo que tú y yo sabemos lo mismo—. Chris pivotó un poco sobre una de sus cortas piernas y volvió la vista hacia el Fulgor—. Dentro no nos han dicho ni “mú”. Simplemente han entrado y han empezado a gruñir instrucciones. Ni siquiera el comandante parece saber nada.
   Oak asintió, reflexivo.
   — ¿Sabes cuándo sale?— inquirió—. Me refiero a Lawrence; quiero hablar con él.
   Chris bajó la cabeza y se rascó el cogote con los ojos entrecerrados. Tardó unos segundos en contestar.
    —Hoy tiene uno de sus días, Oak; así que supongo que querrá salir a respirar aire fresco en cuanto pueda—. Fue bajando el volumen de su voz gradualmente, aunque nadie pudiera escucharle a más de tres metros por el aullido de los  reactores—. A decir verdad, no le vendría nada mal despejarse un poco.
   “Uno de sus días”. No hacía falta indagar demasiado para saber a qué se refería Chris con aquella expresión. Con los años, los ataques de jaqueca que sufría el comandante se habían convertido en algo casi usual, pero no menos penoso. O’Conail, el médico de abordo, los achacaba al tratamiento, y Oak le creía. A pesar de los múltiples mensajes tranquilizadores de la Industria Farmacéutica al respecto, todo el mundo sabía de las terribles cefaleas que causaban los inmunosupresores en los pacientes con implantes. Esto, sumado al temperamento tan especial de Victor Lawrence y al carácter hermético de la nave,  daba lugar a situaciones ciertamente delicadas.
    —Eso le sentará bien—afirmó Oak—. ¿Lleváis mucho tiempo sin pisar tierra firme?
    — ¿Desde que te fuiste de permiso? Ésta es la primera vez—. Chris soltó una risita quejumbrosa—.  El carguero de la semana pasada sufrió una avería a medio camino, dejándonos sin tiempo para descansar para el siguiente.
    —Entonces debe de estar que trina.
    El ingeniero exhaló un suspiro prolongado mientras negaba con la cabeza.
    —Bueno, ha sido toda una alegría volver a verte y conocer a tu chico; pero, con vuestro permiso, yo necesito tomarme algo caliente— aclaró Chris—. Nos veremos más tarde.
    Dicho esto, propinó un leve puñetazo al hombro de Oak y palmeó enérgicamente el de Mag. Después, empezó a caminar con pasos enérgicos en dirección a la terminal. Cuando ya había recorrido unos diez metros, se giró sobre sí mismo y elevó su voz por encima de los rugientes motores.
    — ¡Que os sea leve!— exclamó,  y se marchó con una sonrisa pícara dibujada en su semblante circular.
  
Tal y como había vaticinado Chris, Lawrence no tardó en lanzarse a respirar la atmósfera de su mundo natal. Cojeando ligeramente de su pierna izquierda, el comandante condujo su corpulento cuerpo hacia el exterior de la oruga de plástico. Su semblante rubicundo contrastaba ridículamente con su entrecana melena, la cual llevaba recogida en una desastrosa coleta que se agitaba a merced de las sacudidas del viento.
    A aquella distancia ofrecía el aspecto desaliñado de alguien que ha pasado la noche durmiendo en un transporte público.  A Oak no le gustó concebir aquella analogía, pero algo le decía que era la más acertada; luego lo pensó mejor, y supo que la acción de “dormir” no encajaba del todo bien en su símil. Dudaba  mucho que Victor hubiera pegado ojo en toda la noche.
    Cuando el comandante habló, su voz sonó como el trueno lejano en una tormenta estival. Era su tono habitual, por el momento no había razón para alarmarse.
    —Vamos a terminar rápido con esto, ¿de acuerdo?— dijo a los hombres de blanco que le rodeaban. Bramó como un toro y extendió ambos brazos para que empezaran con la inspección.
    Aquél era, sin duda,  “uno de sus días”. 
    —No parece que esté de muy buen humor— advirtió Mag detrás de él. Sólo entonces se dio cuenta de lo poco que había hablado el chico en los últimos diez minutos—. Chris tenía razón.
    —Vale—. Oak se volvió hacia él y empezó a sacudir su dedo índice. Aquél gesto le confería un extraño aire paternal—. Probablemente no te estaría diciendo esto si Victor Lawrence fuera… No sé: el encargado de mantenimiento que nos falta, por ejemplo—. Negó con la cabeza mientras la sonrisa de Mag se destensaba poco a poco—. Ese hombre que ves ahí es la máxima autoridad en la nave. Y creo que he cometido un gran error al no decirte hasta ahora que se trata de una persona complicada. Mi amigo, sí; pero con sus defectos.
     Mag se estremeció ligeramente, como si esperara la sacudida de un vendaval.
     —Vaya—dijo—. Gracias por contribuir a mi ya de por sí perjudicada tranquilidad.
     —Hablo en serio— le espetó Oak—. No tenemos mucho tiempo. Por ahora, te diré lo que no tienes que hacer en su presencia—. Comenzó a enumerar con los dedos—. Primero y más importante: no menciones para nada lo de su brazo, y ni se te ocurra quedarte mirándolo fijamente.
    — ¿Su brazo?—. Mag arrugó la frente, extrañado—. ¿Qué hay de malo con su brazo?
    —Te lo explicaré más tarde— continuó Oak, atropelladamente. Levantó el segundo dedo—. No le lleves nunca la contraria en una conversación, por muy trivial que ésta sea; mucho menos en una discusión. Si tienes alguna queja o no estás de acuerdo con cualquiera de sus métodos, aguanta el chaparrón y acude a mí luego.
    Mag asintió.
    — ¿Por qué, simplemente, no me quedo callado ahora, sin hacer nada, y luego me sueltas todo este reglamento de última hora? Cuando estemos más tranquilos.
    Oak abrió la boca. Iba a decirle que, aunque pareciese descabellado, a Lawrence tampoco le gustaba que la gente guardara demasiado silencio en su presencia. Que aquello, entre un millón de cosas más, le sacaba de quicio y acentuaba los efectos del Árkalix en su organismo. Que, como había pasado en varias ocasiones, sus arranques de furia podían resultar en la marcha, tanto voluntaria como obligada, de tripulantes recientemente incorporados.
    Antes de que pudiera articular cualquier sonido y decir todo esto, un relámpago tronó a sus espaldas.
    — ¿Vas a darte la vuelta tú, o voy a tener que darte golpecitos en el hombro?
    Se giró lentamente, y allí estaba Victor Lawrence, Comandante de la Nave de Escolta de Seguridad 528 de Industrias Roark, rojo y menudo como una boca de incendios. Tenía los brazos en jarra y, sorprendentemente, esgrimía lo que parecía ser una sonrisa. En cambio, en sus ojos, verdes y pequeños, se atisbaba un cansancio insondable.
    Parecía que había envejecido diez años en tan sólo quince días.
     —Dale— dijo Lawrence.  Fue cojeando hasta ellos—: no hay persona en este mundo con la que más necesite hablar en este momento.
     Había sacado un papel plegado y amarillento del bolsillo de su chubasquero. Lo sostuvo con su mano izquierda, envuelta en un guante tan negro como el tizne. Oak pensó que iba a entregárselo, pero no lo hizo. Victor se quedó quieto a dos metros de distancia, con el papel zarandeándose y crepitando entre sus dedos a cada ráfaga de viento. 
    —Ha llegado esta mañana…—dijo. De repente, se interrumpió e inspiró entre dientes, cerrando los ojos fuertemente. Cuando el ataque de jaqueca había cesado, volvió a empezar—. Ha llegado esta mañana a mi terminal, justo cuando entrábamos en la atmósfera. He decidido imprimirlo para que lo veas.
    Seguía sin soltar el papel.
   — ¿Un mensaje? ¿Por qué no lo has enviado a mi term?
   —Protección anti-captaciones— se limitó a contestar con un leve encogimiento de hombros—. No me preguntes cómo ha hecho Yana para conseguir sacarle una dichosa copia en papel. Esa chiquilla vale su peso en oro.
    Un mensaje protegido contra captaciones. Conocía su funcionamiento, aunque de una forma bastante general. Por lo que había escuchado, al moverse sólo por canales seguros, estos mensajes se hacían virtualmente intransferibles a otros terminales más allá del propio destinatario. Guardaban un terrible parentesco con las transmisiones encriptadas que la Legión Escarlata utilizó durante la guerra para comunicarse con los gobiernos aliados.
    Aquello empezaba a apestar más de la cuenta. Muy pocas entidades en el Consejo hacían uso de una técnica de encriptación tan compleja. Él mismo quedó fascinado cuando supo que Yana había conseguido imprimir el mensaje. Si lo que había oído era cierto, los archivos con protección anti-captaciones bloqueaban la mayoría de las funciones del soporte sin posibilidad alguna de pirateo.
    Volvió la vista hacia Mag, y éste asintió con resignación. El chico había comprendido la indirecta a la primera; Oak no esperaba menos de él. 
    —Vale; yo…— Empezó a dar pequeños pasos hacia atrás—. Yo daré una vuelta por aquí cerca. No os preocupéis.
    Se alejó, con las manos entrelazadas en la nuca y dando tumbos distraídos.  Después de todo, Lawrence ni le había dirigido la palabra en su primer encuentro. Oak no supo discernir si aquello era algo positivo o negativo para su futura relación. De todas formas, se sintió aliviado.
    —Tu chico, me imagino—observó el comandante—. Nos habríamos presentado como es debido si las circunstancias hubieran sido distintas—. Extendió el papel amarillo hacia Oak, por fin—. Eres el segundo de abordo y tenía que compartirlo contigo. Léela atentamente; no tiene desperdicio.
   Cogió el mensaje con movimientos cuidadosos. En su mano, aquél trocito de papel inofensivo parecía tener el peso de una bomba de relojería. Procedió a desdoblarlo delicadamente, con la atenta mirada de Victor acompañándole en todo momento.
    Al abrirlo, el primer impacto visual le provocó una ligera presión en las sienes. El emblema del Gobierno del Consejo Bettany, con sus tres aspas entrelazadas, dominaba el encabezado del mensaje con altivez. Oak se llevó la mano al corazón y  empezó a recitar con una vehemencia teatral.
    —“Dios salve a nuestro gobierno y protector”…
    —Lee el maldito mensaje— gruñó Lawrence.
    Oak empezó a leer el texto. En ningún lugar figuraba el nombre del autor, tampoco el del organismo o ministerio responsable. Tan sólo aquel emblema del gobierno.
    El texto en tenía una letra minúscula, por lo que tuvo que acercarse el papel a la cara; el primer párrafo tan sólo constituía un saludo formal hacia Lawrence ridículamente alargado. Oak lo leyó en voz alta y saltándose ciertos tramos con un ágil balbuceo.
    A la mitad del segundo párrafo, su voz se atenuó y sus párpados empezaron a separarse poco a poco. Por un momento, no dio crédito a lo que su mente estaba procesando en aquel instante. Siguió leyendo, aferrando el papel con ambas manos e hincando los dientes sobre su labio inferior. Punto tras punto, el comunicado se iba superando constantemente.
     Cuando había llegado a la mitad, Oak alzó la vista, crispado; Lawrence seguía observándole con aquellos cansados ojos llenos de expectación.
    — ¿Cómo que nos retienen la nave en tierra?—. Su voz se quebró—. ¡Tenemos que empezar una escolta mañana! ¿Qué coño ha pasado, Victor?
    —Sigue leyéndolo— repuso Lawrence con aire impasible—. Léelo hasta el final.
    Oak bajó la mirada de nuevo hacia el papel infecto que sostenía entre sus temblorosas manos. Para retomar el hilo, tuvo que volver a leer parte de lo que ya había leído, y la sensación de que el estómago le daba un vuelco se intensificó.
    Siguió el recorrido de los renglones, moviendo los ojos de un lado a otro, cada vez más rápido. “Industrias Roark estaba al corriente de la situación” decía, “no había motivo para preocuparse”. En base a su experiencia pasada con el gobierno, aquella afirmación venía a significar justamente lo contrario: estaban verdaderamente jodidos.
   De pronto, la mosca que había revoloteado detrás de su oreja durante toda la mañana se transmutó en una avispa que le aguijoneaba furiosamente el pescuezo.
   Las últimas líneas del mensaje escaparon por entre sus labios como un suspiro.
   —“…Se ha enviado a un delegado gubernamental para hablar con usted en privado sobre esta situación. El encuentro tendrá lugar a bordo del Fulgor Esmeralda a las 16:00 de la tarde. Gracias por su colaboración”, etc., etc. “Atentamente, el gobierno de su nación”. Bla, bla, bla…
   Arrugó el papel con los dedos, reprimiendo el ardiente deseo de reducirlo a pedazos diminutos. Si se hubiera mantenido en silencio, habría podido escuchar el furioso palpitar de las venas del cuello.
   — ¿Qué significa esto? ¿Qué hemos hecho para que nos la retengan?
   Lawrence se tapó la boca con la mano, como si  se hubiera tragado un insecto.
   —No lo sé— replicó—; pero, tratándose del gobierno que tú y yo conocemos, me voy oliendo cómo va a acabar todo—. Arrancó el papel de las manos de Oak y le echó un vistazo, como si buscara algún detalle extraviado. Unas pequeñas perlas de sudor habían brotado en su frente—. Tuvimos esta conversación hace unos meses; te dije que llevaban años detrás de mí, esperando a la menor oportunidad para…
   Oak lo silenció con un ademán.
    —No tienes ni idea de qué puede tratarse, así que no te precipites. — Se llevó la mano a la frente con aire reflexivo— ¿Hemos hecho algo para enfurecerlos? ¿Eludir alguna tasa, violar algún tipo de convenio?
    Lawrence negó sacudiendo su peluda cabeza.
    —Entonces no hay por qué preocuparse— declaró Oak—. Si estamos limpios no pueden ponernos las manos encima. ¡Por el amor de Dios! Hace diez años que el Fulgor ya no forma parte de la armada; no creo que vayan a venir justamente ahora a reclamarlo.
    —Ojalá tengas razón— dijo el comandante, dejando entrever en su mirada que aquella conclusión no le parecía demasiado alentadora.
    Un espeso silencio comenzó a asentarse en el espacio que mediaba entre los dos. A lo lejos, Mag daba lentos pasos, dirigiendo alguna que otra mirada preocupada hacia ellos. Oak carraspeó un poco antes de hablar.
    —Chris no lo sabe. Por lo tanto, debo suponer que todavía no le has dicho nada a la tripulación.
    —Supones bien— replicó Lawrence. Su voz adquirió un fugaz matiz autoritario—. Yana lo sabe, obviamente. No se lo he dicho a nadie más porque… Mierda. Simplemente no he querido hacerlo. Hoy no tengo energía para esto.
    Aquello último lo dijo mirando hacia abajo; concretamente hacia su mano izquierda enguantada. Apretó los nudillos, y Oak pudo escuchar el leve zumbido de las válvulas neumáticas de su muñeca.
     —Esta tarde hablaré con ese dichoso delegado del gobierno y saldremos de dudas: quiero que estés conmigo. — Oak ni siquiera fingió sorpresa. Lawrence esbozó una pequeña sonrisa sarcástica y añadió —: “El encuentro tendrá lugar a bordo del Fulgor Esmeralda”. Serán malnacidos…
    Viendo el lado positivo, al menos ya tenían una  explicación muy simple para el intensivo control sanitario al que estaba siendo sometida la nave: el gobierno no quería que uno de sus funcionarios corriera el riesgo marcharse de aquella reunión con un visitante indeseado oculto en su chaqueta de 10.000 betts.
     Lawrence echó un último vistazo al papel, volvió a guardarlo en su bolsillo, y miró a Oak a los ojos. Ahora no sólo había cansancio en aquella mirada; había una profunda y sincera tristeza. Una tristeza que afloró con el brillo acuoso de las lágrimas.
   — ¿Te das cuenta, Dale? ¿Te das cuenta ahora?— articuló entre dientes—. Hablan de ella como si ya fuera suya. Como si les perteneciera.
   Oak colocó ambas manos sobre los anchos hombros de su comandante y lo zarandeó enérgicamente. Intentó que su voz transmitiera una seguridad que ni él mismo sentía
   —No adelantemos acontecimientos, ¿vale? Mantén la calma por una vez en tu vida.
   Para cuando dijo esto, a la sombra de la nave se aglomeraba un grupo numeroso de tripulantes, libres después de haber pasado sin problemas el correspondiente chequeo sanitario. Aquella visión le hizo percatarse de lo rápido que había pasado el tiempo y de cómo aquella incómoda situación lo había arrancado, en cierto modo, de la realidad.
   Algunos de sus compañeros ya caminaban en dirección a la terminal, dispuestos a tomar un poco de café de verdad por primera vez en aquella quincena. El creciente sonido de las voces y risas de sus colegas insufló cierta paz en Oak, que sentía como aquella fría mañana se iba tornando  más sombría y asfixiante.



















5 comentarios:

  1. Respuestas
    1. La maldad es fuerte en tu corazón.

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    2. Eso decía mi difunta abuela.

      La narrativa es sorprendentemente cojonuda, pero es incómodo leerlo en una sola columna por la cantidad de scroll que hay que hacer.
      Espero leer más cosas de estas.

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    3. Pues ya sabes lo que hay que hacer: compártelo por el bien de LosDOTGamers, o sea Yo.

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